La dignificación de la memoria en tiempos de guerra y pos-acuerdo marca un precedente entre lo que nos ha ocurrido como sociedad y lo que permitimos que se desconozca, olvide e
ignore. La lucha no es solo contra la guerra inhumana y constante que se ha apoderado de este país latinoamericano, sino también por el desconocimiento público del dolor del otro, de un dolor que no termina, de un dolor que trasciende por entre los huesos, la piel, los rostros, la memoria. Aquella memoria que da cuenta de la mentira con la que se lavan las manos los actores de los crímenes más aberrantes jamás contados en una plaza pública.
Es en la divulgación, exposición y diálogo, donde se comprenden las dimensiones de un conflicto que viene decapitando a su propio pueblo. Un diálogo en el que las víctimas sean la voz principal, que exige verdad, reparación y no repetición. Porque cuando se han roto tejidos sociales tan íntimos como los del valor que tiene la vida del otro sin importar su ideología, es necesario sentarse a pensar qué tipo de sociedad somos y por qué nos hacemos daño, por qué dañar al otro si es igual que yo, si tiene familia y una vida. En el reconocimiento de estos interrogantes está la tarea de la divulgación tanto de los victimarios como actores principales del abuso, como también de las víctimas en papel de testigos fieles a los hechos desgarradores que por causa del desconocimiento colectivo hoy les hacen ver como una cifra más.
“El poder y el tener se tragó al ser, entonces no importa la vida del otro”, expresa Pastora Mira, concejal y víctima del conflicto armado. Una frase que puede resultar corta para muchos, pero tan diciente para otros, que como yo comprenden que esta guerra ha deshumanizado a las personas, nos ha aislado de la necesidad de darle esa importancia al ser, al ser humano, al ser participe y constructor de comunidad. Lo anterior no solamente va sujeto a la memoria de los líderes sociales que lucharon por los intereses colectivos, y fueron cruelmente perseguidos y asesinados, sino también a cada víctima del conflicto que hace parte de la sociedad y por ende importa.
Cuando se comprende ese tejido tan delgado y frágil que es la vida humana, se piensa mucho más a la hora de empuñar un arma o fabricar cualquier tipo de dispositivo capaz de generar masacres que terminan por devastar pueblos enteros.
Cuando se escucha al otro, a la víctima, al victimario, a las instituciones responsables y garantes de la seguridad y protección de los derechos humanos, se tiene una visión mucho más amplia de las realidades que se hacían presentes en el conflicto, se comprende mejor que ni la ley ni el estado estaban actuando en la parte rural del país, que se encontraban muy ajenos a los acontecimientos que ahí se gestaban y puede decirse que hasta negaban la urgencia de un acuerdo.
El resultado de no querer solucionar el conflicto por medio del diálogo, y por el contrario, combatirlo con más guerra, generó que hoy día las cifras de víctimas sean tan aterradoras. La negación al diálogo en mi opinión es la que nos tiene aún en guerra.
La tenencia de la tierra es un punto extremadamente importante en el conflicto, ya que ésta representa el poder en la extensa acumulación de la misma, es decir que el grupo armado con mayor cantidad de terreno adquirido a la fuerza tenía mayor poderío sobre los otros y era quien juzgaba y gobernaba en la zona; zona que era utilizada para la siembra de cultivos ilícitos o como corredor estratégico para pasar contrabando o cobrar extorsiones, prácticas que patrocinan la guerra.
La tierra que para los campesinos y campesinas representa el sustento de sus familias pasa a convertirse en la mayor amenaza contra sus vidas. Un recurso natural como este que debería ser de todos, y es el principal elemento de disputa en la guerra despiadada que arrasa con comunidades enteras amparada según sus comandantes en “lucha social por derechos y equidad”, pero es a la sociedad a la que están destruyendo con ideales que para nada se comparan a las conductas realizadas por estos grupos armados.
Algo que me deja muy pensativa es la idea errónea que tienen miles de colombianos al situarse a favor de alguno de los actores del conflicto armado y es que en una guerra nunca habrá un lado bueno o malo. Tanto el estado como los grupos al margen de la ley han sido perpetradores del horror, constructores de la mentira y distorsionadores de la verdad.
La población civil colombiana juega el papel más triste en el conflicto, porque no solamente ponen sus tierras y patrimonio cultural al servicio del conflicto armado, sino que también se les arrebata de las manos la vida de sus familiares muchas veces frente a sus propios ojos y de las maneras más aberrantes e inhumanas. Son quienes ponen también los desaparecidos, los que hoy día aún penan por un lugar, una pista o un testimonio que les diga dónde encontrar a su ser querido o en muchos caso a los restos del mismo.
Lo más admirable desde mi perspectiva es la valentía que tiene la población, las víctimas, que se apropian de su dolor y luchan para levantarse una y otra vez de entre las cenizas de una guerra que no permite nada. Un ejemplo de esto es San Carlos, Antioquia y su jardín de la memoria donde no solo intentan devolverle el buen nombre a las víctimas, sino dejar claro un mensaje para el estado y los grupos armados al margen de la ley, de que puede existir perdón pero jamás olvido, porque tiene que mostrarse qué pasó, quiénes resultaron heridos y destruidos desde dentro, por una disputa que no termina.
Un punto importante que no me puedo permitir dejar de lado en este escrito es los años en los que según el documental “No hubo tiempo para la tristeza” del Centro Nacional de Memoria Histórica, el conflicto tuvo su mayor derramamiento de sangre, fueron entre 1995 y 2005 años en los que casualmente tienen cabida los nacimientos de mi hermano, mi hermana y el mío en 1997, el cual fue después del de mi hermano en 1995, y finalizando con el de mi hermana la menor en 2004. Lo que quiero dar a entender con esto es que en Colombia nacemos en guerra, nos criamos en guerras, nos reproducimos en guerra y morimos en guerra, sino nos mata antes la guerra, es triste pensar que hasta nuestros padres y abuelos han tenido que sufrir ataques físicos y psicológicos de este interminable conflicto.
Expreso esto para hacer ver al lector o lectora lo complejo que es nacer y ver nacer a nuestros seres queridos en guerra, con noticias diarias de horrores como los que se cuentan en el documental que permitió la creación de este escrito.
Para concluir quisiera reconocer la necesidad de construir paz, una paz que nos de esa libertad de elegir nuestra forma de concebir comunidad libremente, sin amenazas, sin señalar al que piensa distinto, creando plazas de diálogo, de reparación a las víctimas, de escucha y restitución de los derechos humanos, la devolución de las tierras y el acompañamiento en la construcción de un país ajenos al conflicto armado.
Anna Méndez Escobar
No se quede sin escuchar nuestro podcast Semblanza, el cual está en referencia con este tema.
También le recomendados ver el documental del Centro Nacional de Memoria Histórica.
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